Cuando Miranda y Saúl, camino de Sibayo, son testigos del velorio del hijo de uno de los pobladores de la zona, se enteran de las largas rencillas familiares, atizadas por la sequía y la administración del agua y los terrenos, que han desembocado en esta muerte. Saúl le pide al padre lloroso, amigo suyo, que termine con el odio y que busque una solución pacífica. Miranda mira a las mujeres lavar las prendas ensangrentadas del hijo recién asesinado. Sufre con ellas pues se identifica con su dolor.
Cuando Miranda finalmente le confiesa a su padre que Tomás ha muerto hace más de tres meses, entendemos que el dolor que compartía con las mujeres era mucho más directo y fuerte de lo que podíamos saber entonces. Entendemos su actitud y el deseo vehemente por que se haga justicia, por que el responsable de su dolor reciba lo que por ley le espera. Pero, ¿y la esperanza de Miranda por reconstruir su vida? ¿Y su deseo profundo por reconstruir, en lo posible, a su familia?
A punto de denunciar a su padre, quien ha fallado la muy particular prueba que tenía preparada, comienza a llover. Se ha terminado la sequía y la esperanza se renueva entre los pobladores del valle. ¿Terminará el odio? ¿Podrán cambiar las cosas? Para Miranda, quien cuelga el teléfono y cambia de expresión, esbozando una sonrisa por primera vez en toda la película, parece que sí.