Tramas - Educación, imágenes y ciudadanía
Bolivia, sugestivamente, va a ir exponiendo un compendio de miradas. Miradas que duelen, miradas amorosas, miradas líquidas, que se escurren casi sin mirar, miradas torcidas, que se empecinan en mirar mal al recién llegado, al que busca trabajo, o simplemente al otro, que por ser otro, pone en riesgo la propia posición. Este cruce de miradas, en sus íntimos detalles, devuelve lo que el realizador, a través de la cámara, intenta hacernos ver, quiere ver, impone ver. Su mirada arroja en escena la figura de un inmigrante limítrofe venido a Buenos Aires pero también y por sobre todo, un modo de mirar a ese extranjero. "¿Siempre es así, acá?", pregunta Freddy, en un alto de su primer día de trabajo como parrillero al mostrador. En sólo un ratito, Freddy ya presenció varias discusiones y tuvo que echar a un par de personas que se quisieron hacer los vivos y le quisieron pegar. "No, los días que hay box o fútbol se pone peor", le contesta Rosa. El aire se corta con cuchillo en la parrillita: algunos miran mal a los inmigrantes, otros miran mal a los homosexuales o a Rosa, cuyo cabello negro y un mechón sobre el rostro la convierten en el objeto de deseo del lugar. Ahí adentro parecería que no hay otra manera de mirar que no sea cruzado, torcido, de mala manera. De entrada, un taxista grandote a quien llaman El Oso le dirige a Freddy una mirada que es como un disparo. Enseguida, clientes, empleados y el dueño del bar clavan los ojos en Rosa, que llegó tarde y en el taxi de uno de los habitués. Poco después, Héctor, el buscavidas homosexual, estudiará con disimulo al nuevo, antes de que los demás murmuren a su vez que él y uno de los taxistas son pareja. Todos parecen tener sus razones, todos acumulan resentimientos mutuos, todos funcionan como prisioneros de prejuicios o roles sociales que los exceden. Apretados por la situación económica, como cualquier otro, da la impresión de que a ninguno le queda otra alternativa que hacer lo que hace. Freddy emigró de su país por falta de trabajo y en Buenos Aires encuentra al menos la posibilidad de ganar unas monedas para mandarle a su familia. Aunque esas pocas monedas jamás le alcanzarán para traer a su mujer e hijos, como pretende. Rosa está hace más tiempo, y ya no soporta más Buenos Aires, por lo cual se quiere volver a Paraguay. Héctor, el vendedor, está por volverse a Córdoba, frustrado porque “los porteños son todos iguales”, no puede hacer diferencia económica y está resentido porque el dueño de la parrilla le dio trabajo a un inmigrante, a pesar de su insistencia para que piense en la gente de su país. El Oso no llega a juntar la plata que necesita para cumplir con las cuotas del crédito, y mientras tanto acumula odio contra los dueños de la concesionaria, "esos uruguayos hijos de puta", y por extensión contra todos los extranjeros. El dueño del lugar ni siquiera sabe muy bien si el nuevo empleado es peruano o boliviano, y los borrachos que se quedan dormidos sobre las mesas insultan a Freddy porque es un "negro de mierda". Cuando Freddy salga un sábado a la noche con Rosa ya será demasiado, y la red de odios mutuos, de por sí intrincada, terminará por cerrarse del todo.